Temblor







Presencia y temblor 


Solo en el siglo XX comenzó a pensarse, y ponerse en duda, la arquitectura de la presencia. Por presencia se entiende el estado inamovible de las cosas, su ley intrínseca. 

Algo que postularon lo filósofos griegos, principalmente Platón y Aristóteles, y que desde entonces, los distintos tiempos de nuestra tradición, Roma, Edad Antigua, Edad Media, Renacimiento, Modernidad, Ilustración, Romanticismo, habían dado mas o menos por buena pero sin poner gran objeción. 


Esa ontología (teoría del ser) que identificó ser con acto, verdad con permanencia, orden con plenitud, permaneció largo tiempo, aunque las costuras saltaban con frecuencia en un traje cortado en medidas de dudosa taxonomía. 


Durante siglos, la metafísica (teoría de la realidad) levantó su edificio sobre el deseo de fijar lo real, de sustraerlo al temblor inestable del devenir. Esos son los estados modernos y las instituciones que los conforman. Así lo que empezó siendo pensamiento del ser terminó volviéndose técnica del poder. 

El mundo debía ser estable, transparente, calculable, sólido, permanente, como una verdad intemporal lista para su clasificación, para su organización con un fin útil. 

De igual manera, la gramática del ser se transformó en la sintaxis del poder. 

Las instituciones heredaron esa lógica: cada cuerpo, clasificado; cada gesto, registrado; cada diferencia, administrada. Al tiempo que cada canción, cada juego, cada danza, cada melodía, cada relato contado a los niños, debía recrear los principios reconocibles de ese orden de cosas. 

La normalidad no es otra cosa que la traducción política de la presencia, repetida por un sistema de signos, dispositivos, creencias, convicciones, prácticas, que desembocan en tradiciones, al límite de lo que podríamos llamar superstición, que cubren el arco vital desde la infancia de sus usuarios hasta su finitud. Su trato con la muerte también está regido por esos principios repetidos en costumbres.  

Y, por si fuera poco, se organizó el más allá, de ese modo se podía amenazar con algo tremendo, terrorífico, el mal a perpetuidad. La muerte siempre se había establecido como la entrada en el misterio, pero un orden de cosas abolió ese misterio por la certeza amenazante del miedo. 

Y el orden ontológico se volvió burocrático; la verdad, formulario. 

El Estado, la escuela, la fábrica, el hospital, la prisión, el ejército; todas esas maquinarias de regulación, repiten el gesto del metafísico antiguo: negar la potencia, el intervalo, la posibilidad de lo distinto. 

El devenir, sobre todo si se abría a la posibilidad de un orden diferente, se volvió sospechoso. Lo que no puede ser representado, lo que escapa, lo que no se deja normalizar, es tachado de error, de aberración, de amenaza. 


Y, sin embargo, bajo la superficie del orden resuena un murmullo: la potencia que no se deja clausurar, el temblor de lo que aún puede ser, o está por darse si se atiende adecuadamente. 

Tal vez pensar consista hoy en escuchar ese murmullo, en custodiar lo que la presencia expulsa, en recordar que toda forma es inestable, transitoria, contingente. Una pregunta resuena desde lejos... 


¿Es posible lo humano todavía? 

Quizás lo verdaderamente humano no sea la voluntad de permanencia, sino la capacidad de sostenerse en lo inacabado. Abrir el libro por la pagina en blanco y ponerse a escribir sin garantías de retorno. 

Habitar la oscilación sin exigirle reposo. 

Vivir como quien escucha una melodía que nunca se repite igual, en fuga abierta a la concatenación de lo distinto. Y la danza de la vida es libre y gozosa, sin trabas de libertades trazadas de antemano, que no son más que cadenas disfrazadas de elección. 


La lógica que ordena lo real, la palabra que nombra y persuade, se combina en un tejido de certezas que parece inmutable, atravesada por proporciones ideales, por categorías de ordenes que reposan en perfecto equilibrio. Cada categoría, cada norma, cada nombre, es un hilo que sostiene la ilusión de estabilidad, mientras fija el devenir en un patrón, dejando por fuera del tejido la incertidumbre, la potencia que no se deja domesticar en puntadas estrechas. 


El lenguaje, con el poder abarcador y conciso de la función metonímica, transforma significados, hace creíbles verdades que solo existen en el mundo del discurso, ampliando su campo de acción al mundo real solo por efecto de la magia simpática. Leer es estar atento a los meandros del río discursivo. 


La sociedad, creyéndose dueña de un orden absoluto, se impone a sí misma cadenas de sentido que limitan su propio fluir. Así, la permanencia se convierte en obstáculo, la normalidad en prisión, y lo que podría ser una melodía infinita de posibilidades se reduce a un compás repetido, predecible, seguro, fútil, donde la violencia es el componente indispensable de su continuidad vital y existencial. 


Quien escucha el temblor de lo que escapa, quien acoge la oscilación sin exigirle reposo, puede aún abrirse al misterio de lo humano, a la danza que se reinventa en cada instante, o la narración que propone otras formas de estar en el mundo. 


El lenguaje, cada lenguaje, cada campo de experiencia, cada herramienta de producción de sentido, traza su propio modo de estar en el mundo, su forma de ordenar lo que aparece, de establecer relaciones y vivencias. 


El célebre cuento de Borges, "El idioma analítico de John Wilkins", es una crítica al concepto de taxonomía aristotélica. Borges anticipa que todo orden es también una forma del desorden, como lo muestran hoy la física teórica y el análisis del lenguaje: todo sistema clasificatorio nace del intento imposible de fijar lo inasible. Toda teoría no es más que un viaje iniciático para construir un sentido, un rito de paso hacia una posibilidad germinal de un origen incrustado en el tejido del mundo.














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