Enigmas, Misterios

En el mundo griego antiguo, del que somos herederos, se daban dos operaciones de conocimiento que marcaban la manera de estar en el mundo: el enigma y el misterio.

El enigma pertenece al ámbito del logos y la dialéctica; el misterio, al del silencio y la interioridad.
El enigma era una pregunta planteada que servía para poder pasar una barrera, la de la comprensión, que abría a un modo de entender las cosas. Su función era horizontal: ponía en juego la capacidad de pensar del ciudadano. Nuestros acertijos, como en los juegos infantiles, mantienen aún esa función.

Después, el misterio. Una pregunta lanzada en el santuario, como en Delfos, cuyo lema decía: “Conócete a ti mismo.”
La respuesta no era dialéctica, no tenía explicación: pertenecía a la experiencia interior y al silencio. No se podía pensar, porque trascendía la razón.

Con el cristianismo, el misterio cambió de signo: lo que antes era apertura interior se volvió doctrina revelada.
El de la Santísima Trinidad: tres personas distintas y un solo Dios verdadero. Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Lo instaura Dios. Lo administra la Iglesia por inspiración divina.
Es verdad porque es palabra de Dios; y como es palabra de Dios, es verdad.
Ponerlo en duda es un error, una herejía.
El círculo mágico del sentido queda cerrado: la verdad no se busca, se recibe por revelación, y se acata sin dudar.

Desde la modernidad, la realidad ha sido desacralizada, y el misterio ha quedado fuera del marco de lo que puede sentir el sujeto que habita nuestra época.
Era necesario: el pensamiento de lo sagrado estaba trampeado hasta lo imposible, y la ciencia no podía progresar.

Por eso la modernidad se vuelca en resolver enigmas, que han quedado reducidos a funciones que la técnica terminará por resolver.

Aunque…

Quizá la tarea del pensamiento hoy sea buscar una tercera vía:
recuperar la actitud del enigma, la pregunta audaz, el ingenio, pero no para resolverlo mediante la técnica, sino para habitar de nuevo el territorio del misterio: la profundidad, el silencio, lo inefable.
Pero esta vez sin dogmas, sin iglesias, sin fórmulas que apuntalen un orden interesado en que aquella mentira siga operando.
Y tampoco en su versión desacralizada de New Age, que busca un antídoto facilón para pasar el mal rato.

Porque, ¡cuidado!

Vuelven las religiones, pero como antídotos del miedo y explicaciones tranquilizadoras: sin espiritualidad, solo buscando escapar del dolor y que no falte de nada.
Por lo menos en casa. Más allá, que no nos toque.

Pero quedan opciones:

El enigma es el desafío a pensar; el misterio, el desafío a ser/estar.
La mercantilización del misterio es bastante más astuta de lo que parece: no sólo vende mindfulness, vende ausencia de tensión, vende la ilusión de que puedes tener profundidad sin angustia, silencio sin soledad, transformación sin pérdida.
La trivialización del enigma da la sensación de que estás pensando, cuando es solo darle vueltas a la información: maneras de practicar la evasión del riesgo.

Pero el riesgo es la única moneda real.
Habitar la tensión es exponerse a que la pregunta te transforme.
No se trata de cambiar la pregunta para que resulte cómoda: significa dejar que la duda llegue hasta el extremo donde el gesto es vértigo, y que el silencio no sea descanso, sino acto de escucha activa, de atención plena, fecunda, donde lo que escuchas pueda deshacerte.

Y que tus propios sesgos queden en entredicho y dejen de ser operativos.

Eso es encontrar agua en el desierto.
















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