Quiebros de otro tiempo

Porque el ser vivo, según leo en Kant, es aquel que orienta su existencia mediante representaciones.


Subíamos y bajábamos por las horas, recorriendo el tiempo.

Desdoblándolo, contrayéndolo, desbordándolo, mutándolo.

En un juego incierto de fabulación sin palabras, creo, y así lo supe luego, que soñábamos despiertos.

Recorríamos geografías recién dispuestas al goce de lo nuevo,

como un traje hecho a medida para la celebración de la importancia.


Cómplices de chamanes antiguos y de charlatanes posmodernos.

Atrevidos y risueños.

En una apuesta inconsciente donde nos inventábamos por momentos,

acatando los dictados del torrente de la vida,

en juegos donde el cuerpo era el centro de todo acontecer.


Todo lo que era percibido como tiempo era juego.

Eso nos hacía otros.

Eso nos hacía distintos.

Eso nos hacía volubles, impermanentes, frágiles, volátiles, raros y únicos.


Siempre en fuga hacia lo siguiente,

enroscados en la oportunidad del instante.


Salto, giro, quiebro, suspensión, contratiempo, dejada, amago, soporte.

Todo era materia para darse:

transpiración, contagio, plenitud, vértigo, contención

y desbordamiento de la memoria.


Búsqueda de la belleza como aventura hacia lo distinto y lo otro.

Haber vivido aquello nos deja hoy más rotos,

también más completos.


Seguíamos algo:

el Cordero Místico,

la Puta de Babilonia,

las Trompetas del Último Día,

el último suspiro del moribundo,

la locura del mundo,

el que saluda a la muerte,

el seductor irredento,

el relato de viajeros solitarios.


Éramos Ulises y éramos los pretendientes.

Había un vellocino y lo vimos fugazmente:

un aumento de la intensidad de nuestras vidas, eso fue.

Eso quisimos que fuera.

Eso nos hizo estar muy vivos.


Después, la muerte, cuando venga,

será, sin aspaviento,

descanso,

olvido,

nada.

 

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